Fue, desde siempre anciano; lo recuerdo
con ese andar cansino de los viejos
que cargan en su espalda mucha vida
y una bolsa repleta de consejos.
Si me parece verlo, con su cabello blanco,
con sus ojos azules y hablando en su dialecto,
contando hasta el cansancio aquellos largos cuentos,
que no por repetidos dejaban de ser bellos.
Me hablaba de su aldea, me hablaba de sus sueños.
De la tierra lejana que un día dejaría
para llegar a otra y cumplir sus anhelos.
Él, como tantos otros, se embarcó hacia lo incierto.
Muchos soles y lunas lo acompañaron, fieles,
alumbrando las aguas que llegarían a un puerto.
Un puerto de esperanzas, de paz, de brazos muy abiertos.
Así llegó a esta tierra aquel muchacho rubio
y de ojos muy azules que sería : mi abuelo.
Aquí trabajó duro, aquí siguió creciendo,
Aquí encontró el amor: una muchacha gringa
Que hablaba en su dialecto.
Y formó su familia; y la muchacha gringa
Le regaló once hijos; mi padre era uno de ellos.
Dios me brindó la dicha que no muchos tuvieron
De vivir junto a él, durante largo tiempo,
De escuchar, repetidos, siempre los mismos cuentos
Que no por repetidos, dejaban de ser bellos
De ver, adivinando en sus ojos azules,
El sueño no cumplido de volver, algún día,
A la pequeña aldea que dejó de muchacho,
Para encontrar la tierra que lo recibiría
Con los brazos abiertos.
Y pasaron los años, se fue poniendo viejo
Y cuando ya sus fuerzas para vivir no dieron
Se marchó de esta tierra, dejando su recuerdo,
aquel viejito dulce, aquel que fue MI ABUELO.
María del Carmen 31/12/2000
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