martes, 2 de marzo de 2010

El celular de Hansel y Gretel por Hernán Casciari

Anoche le contaba a mi hijita Nina un cuento
infantil muy famoso, el de Hansel y Gretel
de los hermanos Grimm.

En el momento más tenebroso de la aventura,
los niños descubren que unos pájaros se han comido
las estratégicas bolitas de pan,
un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado
para regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos
en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer.

Mi hija me dice, justo en ese punto
de clímax narrativo: 'No importa. Que lo
llamen al papá por el celular'.

Yo entonces pensé, por primera vez,
que mi hija no tiene una noción de la vida
ajena a la telefonía inalámbrica.
Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa
resultaría la literatura -toda ella, en general- si el teléfono
móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de cuatro años.

Cuántos clásicos habrían perdido su nudo
dramático, cuántas tramas hubieran muerto
antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían solucionado
los intríngulis más célebres de las grandes historias de ficción.

Piense el lector, ahora mismo,
en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra.
Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar,
Macbeth, El hombre de la esquina rosada o La familia de Pascual Duarte.
No importa si el argumento es elevado o popular,
no importa la época ni la geografía.

Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo,
con introducción, con nudo y con desenlace.
¿Ya está?
Muy bien. Ahora ponga un celular en el bolsillo del protagonista.
No un viejo aparato negro empotrado en una pared,
sino un teléfono como los que existen hoy:
con cobertura, con conexión a correo electrónico y chat,
con saldo para enviar mensajes de texto y
con la posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.

¿Qué pasa con la historia elegida?
¿Funciona la trama como una seda,
ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio,
ahora que tienen la opción de chatear,
generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto?
¿Verdad que no funciona un carajo?

La Nina, sin darse cuenta, me abrió anoche
la puerta a una teoría espeluznante:
la telefonía inalámbrica va a hacer añicos
las viejas historias que narremos,
las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.

Con un teléfono en las manos, por ejemplo,
Penélope ya no espera con incertidumbre a que
el guerrero Ulises regrese del combate.

Con un móvil en la canasta,
Caperucita alerta a la abuela a tiempo y
la llegada del leñador no es necesaria.

Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le
escriba algún mensaje, aunque fuese spam.

Y Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi,
gracias al servicio de localización de personas de Telefónica.

Y el chanchito de la casa de madera le
avisa a su hermano que el lobo
está yendo para allí.

Y Gepetto recibe una alerta de la escuela,
avisando que Pinocho no llegó por la mañana.

Un enorme porcentaje de las historias escritas
(o cantadas, o representadas) en los veinte siglos
que anteceden al actual, han tenido como principal
fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación.
Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.

Ninguna historia de amor, por ejemplo,
habría sido trágica o complicada,
si los amantes esquivos
hubieran tenido un teléfono
en el bolsillo de la camisa.

La historia romántica por excelencia
(Romeo y Julieta, de Shakespeare)
basa toda su tensión dramática final
en una incomunicación fortuita:
la amante finge un suicidio,
el enamorado la cree muerta y se mata,
y entonces ella, al despertar,
se suicida de verdad. (Perdón por el espoiler).

Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil,
le habría escrito un mensajito de texto a Romeo
en el capítulo seis:
M HGO LA MUERTA,
PERO NO TOY MUERTA.
NO T PRCUPES NIHGAS IDIOTCS. BSO.

Y todo el grandísimo problemón dramático
de los capítulos siguientes se habría evaporado.
Las últimas cuarenta páginas de
la obra no tendrían gollete,
no se hubieran escrito nunca,
si en la Verona del siglo catorce hubiera existido la promoción
'Banda ancha móvil' de Movistar.

Muchas obras importantes, además,
habrían tenido que cambiar su nombre
por otros más adecuados.

La tecnología, por ejemplo,
habría desterrado por completo
la soledad en Aracataca y entonces la novela
de García Márquez se llamaría 'Cien años sin conexión':
narraría las aventuras de una familia en donde
todos tienen el mismo nick (buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig)
pero a nadie le funciona el Messenger.

La famosa novela de James M. Cain
-'El cartero llama dos veces'- escrita en 1934 y
llevada más tarde al cine,
se llamaría 'El gmail me duplica los correos entrantes' y
versaría sobre un marido cornudo que descubre
(leyendo el historial de chat de su esposa)
el romance de la joven adúltera con un forastero de malvivir.

Samuel Beckett habría tenido que cambiar
el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos
por un título más acorde a los avances técnicos.
Por ejemplo, 'Godot tiene el teléfono apagado o
está fuera del área de cobertura', la historia de dos hombres
que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero
que no aparece nunca o que se quedó sin saldo.

En la obra 'El jotapegé de Dorian Grey',
Oscar Wilde contaría la historia de un joven
que se mantiene siempre lozano y sin arrugas,
en virtud a un pacto con Adobe Photoshop,
mientras que en la carpeta Images de su teléfono
una foto de su rostro se pixela sin remedio,
paulatinamente, hasta perder definición.

La bruja del clásico Blancanieves
no consultaría todas las noches al espejo
sobre 'quién es la mujer más bella del mundo',
porque el coste por llamada del oráculo sería
de 1,90 la conexión y 0,60 el minuto;
se contentaría con preguntarlo
una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.

También nosotros nos cansaríamos,
nos aburriríamos, con estas historias de solución automática.
Todas las intrigas, los secretos y los destiempos
de la literatura (los grandes obstáculos que siempre
generaron las grandes tramas) fracasarían
en la era de la telefonía móvil y del wifi.

Todo ese maravilloso cine romántico
en el que, al final, el muchacho corre como loco
por la ciudad, a contra reloj, porque su amada
está a punto de tomar un avión,
se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.

Ya no hay ese apuro cursi,
ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega;
no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares.
No hay que dejar bolitas de pan en el bosque
para recordar el camino de regreso a casa.
La telefonía inalámbrica -vino a decirme anoche
la Nina, sin querer- nos va a entorpecer las historias
que contemos de ahora en adelante.
Las hará más tristes, menos sosegadas,
mucho más predecibles.

Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo
lo mismo con la vida real,
no estaremos privándonos de aventuras novelescas
por culpa de la conexión permanente?
¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá desesperado
al aeropuerto para decirle a la mujer que ama
que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora?

No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso,
un mensaje breve desde el sofá.

Cuatro líneas con mayúsculas.
Quizá le haremos una llamada perdida,
y cruzaremos los dedos para que ella,
la mujer amada, no tenga su telefonito en modo vibrador.

¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura,
si algo siempre nos va a interrumpir la incertidumbre?
Una llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.

Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos:
cuidado que el duque está yendo allí para matarte,
ojo que la manzana está envenenada,
no vuelvo esta noche a casa porque he bebido,
si le das un beso a la muchacha se despierta y te ama.
Papá, ven a buscarnos
que unos pájaros se han comido las migas de pan.

Nuestras tramas están perdiendo el brillo
-las escritas, las vividas, incluso las imaginadas-
porque nos hemos convertido en héroes perezosos.


Hernan Casciari es el autor de la obra "Mas respeto que soy tu madre" que interpreta con tanto éxito Antonio Gasalla.

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